El camino de un colombiano al budismo

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El camino de un colombiano al budismo

Sanriki, un sacerdote de la tradición budista zen, comparte su historia de cómo encontró el budismo en Colombia en medio de la violencia y el conflicto politico y social de su país.

Sanriki en la Fundación para vivir el zen, en el municipio de Cachipay, cerca de Bogotá, Colombia 2003. Foto cortesía del autor.

Colombia es un país conocido sobre todo por su oscura vinculación con el narcotráfico. Pero también por la belleza de su geografía y su biodiversidad, por la nobleza de su gente, por su poderosa capacidad de resiliencia que le ha permitido sobrevivir e incluso crecer a pesar de los numerosas formas de violencia que ha enfrentado desde su constitución como nación hace más de cinco siglos y a pesar también del marcado desequilibrio social que aún no supera. 

Nací en Medellín, la segunda ciudad de Colombia, en el año 1955 durante la dictadura del general Rojas Pinilla. Fue una dictadura desmesurada como casi todas, pero que gozó al comienzo de gran reconocimiento, ya que por medio de ese golpe militar, se quiso poner fin a la violencia partidista que había ocasionado más de 200.000 muertos y una enorme cantidad de personas desplazadas del campo, siendo promovida por el gobierno conservador que fue derrocado por el golpe. 

La historia de Colombia, como la de muchas otras naciones, no ha sido otra que la de una larga sucesión de guerras y conflictos armados con breves períodos de paz – en la mayoría de los casos, son solo breves y temporales disminuciones de las acciones armadas en las que se cocinan nuevas confrontaciones. 

No sé si pueda afirmar que tuve una infancia “feliz” o “normal”. Pero como todo niño hijo de la clase media a mitad del siglo pasado, jugué en la calle, reí, se me atendió, recibí techo, comida, estudio, todo lo esencial y un poco más… Sería exagerado decir que la pasé mal o que sufrí demasiado o que tuve grandes privaciones. A los monstruos, brujas y ogros de los cuentos de hadas se sumaron historias de terror de un entorno cercano que usaba un lenguaje muy amenazante y extraño: “pasar al papayo”, “corte de franela”, “chulavita”, “pájaro”, “chusma”, “contra chusma”, “chulo”, “tombo”, profesado por unos siniestros personajes convertidos en verdaderos héroes del mal.

Pero a esa violencia, que a veces parecía tan lejana, se sumaba también otra que atravesaba nuestras casas: el machismo, la verticalidad de una cultura patriarcal que se enseñaba con refranes como “la letra con sangre entra”. Algunos de los adultos de mi infancia, víctimas de estas retorcidas construcciones culturales, reproducían en nuestro hogar lo aprendido: la violencia familiar también hizo presencia en mi casa, física, verbal y emocionalmente.

La violencia partidista de los 50 parcialmente resuelta se continuó con la violencia revolucionaria de los 60-70, la que casi se logra concluir hace unos cinco años después de 50 años de luchas sangrientas, pero que, desgraciadamente, a pesar del gran clamor por la paz, aún se continúa mezclada con nuevas formas de violencia armada. 

No pocas veces, mientras estábamos sentados en zazen, nos sorprendía el estallido de una bomba o el repiqueteo de las metrallas que inevitablemente nos obligaban a pensar en los seres queridos y todos los inocentes que pudieran haber sido objeto del atentado.

A finales de los 60, el mundo entero parecía estar a punto de dar un gran cambio y la juventud llamada a dirigirlo. En ese período de antis de todo tipo, de movimientos contraculturales se forjó mi adolescencia en medio de una batahola de fuerzas contradictorias y búsquedas colectivas. Para muchos de nosotros, lo normal fue la desazón, la perplejidad y la falta de sentido vital lo que desencadenada en una actitud crítica demasiado apasionada contra todo lo que nos rodeaba. Esta actitud hipercrítica a menudo colindaba con el nihilismo, con la negación y el rechazo de todo lo que el mundo nos ofrecía. Pero ni la lucha revolucionaria, ni la psicodelia jipi (hippie), ni la ambición material desmesurada lograban seducirme.

Cansado de todo esto, poseído por una especie de furor nihilista, a comienzos de 1976, decidido abandonar todo (universidad, familia, sociedad consumista…) partí para la Sierra Nevada de Santa Marta con la intención de consultar a los mamos arhuacos, esos misteriosos sabios indígenas en los que suponía una sabiduría auténtica y más profunda que cualquier otra enseñanza que pudiera recibir en mi mundo; estaba sediento de un camino verdadero, un “camino con corazón”. 

Al cabo de muchos meses de permanecer en la Sierra, cuando mis expectativas de encontrar un “maestro” parecían casi disueltas y sin respuesta, llega inesperadamente un joven un poco mayor que yo a vivir en la misma choza indígena en que habitaba en Donachui. Él acababa de leer el libro La filosofía perenne de Aldous Huxley y, a pesar de todos los temas que el libro presenta, sólo lo había cautivado uno: el camino del zen. Por quince días nuestras conversaciones giraron de manera casi exclusiva sobre este tema que parecía más real y potente que las majestuosas montañas y los ríos que nos rodeaban.

“Siguiendo las huellas”, descendí de la Sierra de nuevo a mi ciudad, literalmente sin fuerzas para decidir mi destino. Tenía la sensación de que mi yo o mi persona se había derrumbado como un castillo de naipes o de arena. Todo era oscuro, como si hubiera ingresado en una caverna y solo me guiara una luz pequeña pero intensa.

Al año siguiente de mi retorno de la Sierra, una joven alemana, que también había hecho una corta visita a la Sierra Nevada después de mi estancia allá, me buscó para compartir sus impresiones y dudas acerca de su experiencia. En gratitud, a su regreso a Alemania, me envió de regalo una traducción al francés del libro Zen Mind, Beginner’s Mind del maestro Shunryu Suzuki. Desde que tuve el libro en mis manos sentí que había recibido una joya inapreciable. Lo que había empezado en Donachui, en la base de Geirua, el padre del fuego, en medio de unas conversaciones apasionadas e insistentes, se convirtió, con la lectura de las enseñanzas del maestro Suzuki, en algo absoluto y definitivo en mi vida. 

Nunca tendré con qué pagarle a Gavi, mi amiga alemana, el inmenso favor que me hizo. Cuando quise verla de nuevo para expresarle mi gratitud, varios años después, descubrí con asombro que era la esposa de uno de los jefes de las Brigadas Rojas condenado a cadena perpetua en una cárcel de alta seguridad en Alemania por terrorismo y ella misma, una activa militante de dicho grupo terrorista que gentilmente se esforzó por alejarme de su vida que terminó en una cárcel en Suiza. ¡Qué caminos extraños tiene el karma a veces para completar sus intenciones!

A finales de los 70, comencé a sentarme en zazen ocasionalmente en compañía del joven que me había abierto la puerta del Dharma y de otros jóvenes contestatarios como nosotros siguiendo las instrucciones que encontrábamos en los escasos libros sobre zen que se conseguían en el país en ese entonces. 

Mientras tanto, el movimiento revolucionario y la lucha de guerrillas crecían en el país reclutando a muchos amigos y conocidos, y cerrando cada vez más los espacios de movilidad por los campos y regiones rurales del país que tanto nos gustaba recorrer. Pero, al mismo tiempo, la represión militar se hacía mayor, desencadenando lo que un joven guerrillero describiría con palabras muy contundentes, un mundo dominado por: “el sabor de la sangre y el olor de la pólvora” que cada vez eran más cercanos y cotidianos. 

Pero lo peor estaba por empezar. De formas sutiles y consentidas por muchos, el narcotráfico se fue estableciendo en todos los niveles de nuestra sociedad. La ambición había abierto sus fauces enormes. El dinero fácil, el poder, el prestigio de las armas y de los objetos (carros, motos, mansiones, cadenas, pulseras, fincas, lanchas, obras de arte, mujeres, caballos…) se impuso a toda una sociedad que se doblegó ante la idea de que “todo y todos tienen su precio”. La corrupción fue tan profunda en todos los niveles de nuestra sociedad que se necesitarán muchas generaciones, siglos, quizás, para superar sus desastrosos efectos.

En el año 1982, tuve la oportunidad de regresar a Europa, en compañía de mi padre. Gustoso acepté su invitación pues así tendría la oportunidad de buscar en París al maestro Taisen Deshimaru y pedirle su orientación y consejo. Pero cuando llegué a la dirección de su casa en el barrio latino ¡cuál no sería mi asombro al encontrarme la puerta con carteles de la policía por todas partes! Qué sorpresa. Pero más tarde supe que simplemente el maestro había muerto de manera inesperada en abril de ese año y que se estaban desenredando aún algunos asuntos jurídicos complicados por su muerte súbita en Japón. No pude conocer ni hablar con el maestro zen, pero por primera vez me senté en un zendo que tenía olor a Japón.

Fundación para vivir el zen, en el municipio de Cachipay, cerca de Bogotá, Colombia 2003. Foto cortesía del autor.

Como consecuencia de esta acción probablemente, en el año 1988, se instaló en Colombia el monje francés André REITAI Lemort, discípulo del maestro Taisen Deshimaru. Después de ponernos de acuerdo telefónicamente, pues él vivía en Bogotá, a partir de 1989 comencé una activa participación en la creación y consolidación de una sangha zen nacional, con una sede en Medellín de la cual fui por 20 años su director. A pesar de la sinceridad con que el monje Reitai me reveló su carencia de “legitimidad” dentro del linaje zen soto, por dos décadas nunca tuve dudas en acompañarlo, apoyarlo y seguir sus enseñanzas haciendo parte de la Fundación para vivir el zen con el confuso rango de “monje zen”. Así nació Montaña de Silencio el primer grupo de practicantes zen organizado y visible de la ciudad de Medellín en marzo de 1990.

A finales de la década de los 80 y comienzos de los 90, el país atravesó por uno de los períodos más absurdo de su historia reciente, conocido como el Narcoterrorismo, en el que las bandas criminales, comandadas por Pablo Escobar y otros narcos, declararon la guerra a las instituciones del país. La pequeña sangha de Montaña de Silencio creció entre asesinatos a plena luz del día, masacres en cualquier lugar de la ciudad, carros bomba y operativos policiales y militares continuos. No pocas veces, mientras estábamos sentados en zazen, nos sorprendía el estallido de una bomba o el repiqueteo de las metrallas que inevitablemente nos obligaban a pensar en los seres queridos y todos los inocentes que pudieran haber sido objeto del atentado.

Pero practicando zazen en el dojo día tras día, semana tras semana, asistiendo a varias sesshines (periodo intenso de meditación) al año, fuimos alimentando nuestra inmersión en la tradición del soto zen de la forma particular como la transmitía el monje Reitai Lemort. Después de pasar 20 años como discípulo suyo y dirigente de Montaña de Silencio en Medellín, comenzaron a darse profundos desacuerdos entre nosotros. Al cabo de un año de permanecer en el templo de la Tierra en Cachipay, un lugar construido con la intención de convertirse en el albergue de una comunidad zen que nunca se consolidó, decidí separarme de su enseñanza pues llegué a sentirme completamente alejado de su propuesta y manera personal de enseñar la tradición del zen. 

En enero de 2011, cuando abandoné la Tierra en Cachipay, Cundinamarca, y me alejé definitivamente del que fuera mi primer maestro zen, camino a Bogotá, recordé las palabras del Buda a Ananda antes de morir: “Después de mi muerte, Ananda, el Dharma será tu maestro”. 

Por un par de años, el camino del zen parecía haberse hecho muy borroso. Con algunas pocas personas, practicábamos de manera muy precaria en nuestras casas, sin formas ni ceremonias, lo que llamaba, un poco en broma, “zen sin zen”, pero la confianza y la luz del dharma nunca desaparecieron. 

En el 2014, viajé por primera vez a California con la que fue mi compañera en esa época para participar en un retiro de diez días dirigido por el maestro Gil Fronsdal en el Centro de retiros insight de Santa Cruz. Durante ese mismo viaje, pasamos algunos días en la sede urbana del Centro Zen de San Francisco y fuimos a visitar Green Gulch Farm, la sede campestre en las afueras de la ciudad. 

El impacto de esos encuentros marcaría de nuevo profundamente mi vida y mi práctica. Con el pequeño grupo de Medellín iniciamos el proceso de afiliación de la sangha de Montaña de Silencio al Branching Streams del SFZC y a mi se me ofreció la oportunidad de recibir la formación como sacerdote zen, proceso que se culmina a finales de este año con la orientación de mi maestro Jiryu Rutschman-Byler, el abad actual de Green Gulch Farm.

Al fin, mi práctica y la de Montaña de Silencio, guiadas generosamente por el Dharma, hacen parte de un cauce legítimo de la transmisión de Budas y ancestros.

ACERCA DE  SANRIKI

Sanriki Jaramillo, nació en Medellín, Colombia donde actualmente ejerce como sacerdote zen residente en la comunidad zen Montaña de Silencio filial del Branching Streams del Centro Zen de San Francisco. Sanriki es Médico y docente universitario.